Historias de Lavandería
Sorprendieron al llegar, pero cada vez mas, ya forman parte del paisaje urbano de cualquier colonia. Los nuevos modelos y ritmos de vida nutren de una variedad de clientela a un negocio que hace las veces de punto de reunión.
La máquina se agita como si quisiera escapar del resto de sus compañeras. Gira el tambor de esa enorme lavadora más rápido que la vida pausada que hormiguea, alrededor de esta lavandería, en la colonia Agrícola Oriental, en CDMX. Luis, que no lleva gafas, achina los ojos para leer las instrucciones. «No veo muy bien», advierte. Pero se escucha otra cosa, algo así como que hay muchas otras prioridades en su vida antes que unos anteojos. Que ver borroso es mejor que ir sucio.
Luis llegó hace un par de años a la Agrícola Oriental. Ahora vive aquí y trabaja en una bodega de abarrotes. Un día a la semana mete su closet entero en una de estas lavadoras de gran capacidad que están floreciendo por las colonias de toda la ciudad de México. Estamos en pleno verano, pero el trabajo no disminuye y se necesitan espaldas robustas como las de Luis para cargar las cajas de los pedidos que salen hacia los mercados. Luis comparte departamento con varios amigos como él. Una vivienda sin lavadora. Así que de vez en cuando hay que cargar la ropa impregnada del sudor de esas jornadas de trabajo desde la madrugada hasta el atardecer.
Hace calor en CDMX. Mucho calor. Casi treinta y tres grados. Y a la gente ha comenzado a molestarle el edredón que abrigaba sus noches de invierno. Por eso las lavadoras de LAVAYSECA remojan sin descanso un edredón tras otro. Ha llegado el momento del cambio de temporada. Adiós a la ropa invernal y primaveral.
LAVAYSECA abrió hace 5 años. Entonces parecía que las colonias, las ciudades, eran un pulso entre lavanderías y tintorerías. Ya no hay duda de quién gano aquella contienda. Las lavanderías de autoservicio, llegaron para quedarse alrededor de familias o grupos, que ya no cocinan, y que llevan camino de no lavar tampoco, para aprovechar su tiempo. Nos lo hacen todo. Y si nos lo hacen mas barato, terminan de convencernos.
La inversión para abrir una franquicia de LAVAYSECA no parece excesiva. Tras la puerta, varios metros de profundidad. Otros tantos de ancho. Unas 10 lavadoras de 10 a 20 kilos de capacidad, otras 10 a 20 secadoras de 25 kilos; buena iluminación, una estación de café, una pequeña cámara en una esquina de esa planta baja para poder controlar qué pasa dentro del negocio desde la pantalla del teléfono. Y esperar a que, carga a carga, compense la apuesta.
A Marisa le ha tocado llevar la ropa de la familia. «Yo solo vengo aquí para lavar los edredones y las prendas más grandes; es más cómodo. Marisa entabla conversación con un argentino presumido que saca su ropa sucia con parsimonia. Dice que es porteño, y eso arranca un suspiro de Marisa, que se lanza a recordar en voz alta aquel viaje de veinte días de norte a sur de Argentina. Caminito, la Pampa, Tierra de Fuego… «Ay, me encantó todo aquello». En un lado, sujetando la correa de una perrita mestiza, Guadalupe escucha la conversación. «Yo vengo aquí porque es más barato», justifica en un esfuerzo por ahorrar palabras. Se la ve experta y lo corrobora deslizando un matiz: «Por la mañana cada vez viene más gente mayor. Al principio les costaba». «Vámonos, Pucky», exclama Guadalupe mientras da un tirón de la correa con gentileza. Es su forma de decir adiós. Marisa sigue viajando con el argentino, que tiene la parte superior de su cabellera tintada de rubio. «La primera vez que vi este tipo de lavanderías fue en Estados Unidos, que las tienen en los bajos de sus casas -dice la chica-. Es muy común y, creo, más barato».
Son las doce. Fuera, en la calle, sigue el trajín. Tras la puerta, en las mesas de una terraza, la cerveza ya se ha impuesto al café. Ahora entra una pareja de jubilados, de ese tipo de personas que parecen encogerse para no llamar la atención. Susurran, más que hablan. Carmen explica su visita: «Llevamos un año viniendo. En otoño trajimos la funda del sofá y el edredón». Enrique, su marido, amplía la información: «Antes lo lavaba en la bañera, a mano. Mi mujer se pegaba unas friegas. Un día vimos esto y nos animamos. Viene bien. Y no hay que tenderlo, que es otra friega y encima te cagan las palomas, que en este barrio…». Luego, los dos, se quedan mirando al suelo y canturrean algo indescifrable. El argentino, mientras, no despega los ojos de su celular.
Relevo generacional
La mañana da paso a la tarde. Jazmín ya ha cerrado su puesto a un lado del mercado. Su negocio es lo más parecido a una ventanilla de información en la colonia. Todo el que tiene una duda le pregunta a ella. Que si sabe dónde está el contenedor para el aceite usado. Que si sabe qué están montando en ese bajo puente donde están de obras. Como hace un tiempo, cuando vio cómo abría la lavandería, entonces una rareza, como aquellos artilugios para dejar de fumar.
Es la hora de las Vans negras, las Converse blancas y las Gazelle de mil colores. Los carros de la compra son reemplazados por los de bebé. Madres y padres que tiran de niños con ganas de jolgorio. La lavandería, mientras, se va rejuveneciendo. Los mayores han dejado paso a los estudiantes y a los que estrenan trabajo.
Aurelio es otra rareza. En sus manos, en vez del inevitable telefonito, un libro. Pasa las hojas concentrado en los ‘Misterios de la Edad Media’ mientras espera la lavadora. Las preguntas turban su paz y cierra el libro de golpe. «Vengo aquí porque se me ha roto la lavadora. Suelo acercarme cada dos o tres semanas». Aurelio asegura que no tiene una franja horaria preferida, sino que acude según su horario. Estudia programación, junto con administración de empresas y trabaja en un museo. No quiere decir en cuál. Pero sí que le gusta que en la lavandería «te encuentras gente de todo tipo: mayor, joven, mexicanos, extranjeros…».
Susana apura al máximo. En la puerta anuncian su horario: De 9 a 21 horas. Los 365 días del año. Queda media hora para el cierre y aún suena el traqueteo de la lavadora. Ella, unos 25, cruza las piernas encima del asiento negro. Allí, entre máquinas y paredes verdes, se abstrae con sus redes sociales, que gracias al WIFI gratis puede revisar. «Hoy estoy sola porque se me ha hecho tarde, pero muchas veces a esta hora coincido con más jóvenes. ¿Que si se liga aquí? Bueno…». Se ruboriza y aprovecha que el teléfono no deja de trinar para desviar la mirada y huir sumergiéndose en el móvil.
Ya es de noche, Susana recoge la ropa de la lavadora y la mete a toda prisa en la secadora. Entre una cosa y otra se ha gastado apenas $90 pesos. Después se irá a casa, colocará la ropa en los cajones y se irá de cena. Noche de cena con las amigas. Brindará con margaritas… y la ropa limpia.